martes, 30 de marzo de 2010

CHAMBERÍ

“Dicen ciertas historias que se oyen contar
que en algún recóndito lugar hay un tren fantasma
se le ve pasar desbordante de luz,
estrella fugaz.”
Tren fantasma ,Obstinato. Barón Rojo



Como chica de pueblo que soy, debería estar acostumbrada a ciertas cosas que no pasan de resultar anecdóticas cuando de bien niña pierdes el miedo a afrontar temores y desafíos. Uno de esos miedos es el que se desprende de la contemplación (y acaso profanación) de lugares abandonados.


Una decena de casas “cerradas” se erigen aún orgullosas, aguantando los desconchones con la dignidad que tuvieron antaño, conservando en pie fachadas que esconden tejados caídos sobre algún mueble olvidado. Una mezcla de miedo y atracción fatal empuja a mirar por las ventanas, a meter la cabeza por algún agujero y espiar el pasado atrapado en las telas de araña. Si a uno no le tiemblan las piernas, se atreve incluso a traspasar el umbral de cascotes y carcoma y respirar el aire denso de otro tiempo, imaginando vidas y existencias que allí tuvieron lugar.


Tuve esa sensación hace no muchos días. Salí de paseo con Homer y él marcó la ruta. Atravesamos el pueblo y bordeando el río nos dirigimos a los Arrotos. Desde allí, a Homer le encanta correr hasta la Pajera, y no puede resistir la tentación de dejarse llevar por la curiosidad y olisquear todo cuanto encuentra a su paso, en busca de algún bicho muerto o algún palo con que darme en la espinilla. Ese día, Homer entró en la Pajera por la puerta de atrás, que está abierta. Se accede a una antigua cuadra para los cerdos. Una abertura medio tapiada (y solo medio, porque la hilera de ladrillos sólo levanta unos 40 centímetros del suelo) invita a profanar el silencio y la penumbra. Evidentemente, a mi labrador le costó más bien poco saltar esos 40 centímetros y mirarme desde el otro lado de la puerta, como queriendo decirme “bueno, ¿entras o qué?”. No quise llamarle para que saliera, me dejé llevar. Asegurando primero un pie y luego el otro, esquivando zarzas y cascotes, crucé la puerta. No queda nada de lo que allí seguro que hubo una vez. Puertas entreabiertas, que chirrían al ser movidas; polvo; un laberinto de pasillos; los azulejos de lo que fue la cocina, que aún conserva una enorme cocina de carbón en hierro fundido; como único mueble, un viejo aparador vacío y cuyos estantes están cubiertos de papel de periódico (no miré la fecha, qué fallo); y la escalera. En el piso de arriba, una estancia enorme que da a la galería y que sirve de paso para otras 3 habitaciones más; el acceso al desván cuya puerta, si se cierra, oculta la subida y, si se abre, cierra el pasillo. No me atreví a salir a la galería, me pareció poco segura después de tantos años de abandono. Me llamó la atención el contraste de oscuridad del piso de abajo con la luz que inundaba todo arriba. Mientras bajaba, recorrí con la mano la barandilla de hierro de la escalera, y quise imaginar qué vida llevarían los que vivieron allí. ¿En cuál de aquellas habitaciones nacería mi padre? Tendré que preguntar a mi abuela, con un poco de suerte igual aun se acuerda.


Si las sensaciones al adentrarse en una propiedad ajena y ajada resultan rancias, probablemente al hacerlo en una gran ciudad se multiplicarán por “n”. O quizás esté equivocada, ¿la gente en la gran ciudad se toma su tiempo para deleitarse con lo que encuentra a su paso o por el contrario corren ciegos de prisa intentando ganar 2 minutos para asegurarse billete en el metro?
Entre Iglesia y Tribunal se esconde la estación fantasma de Chamberí. Apenas fue parada durante 47 años (1919-1966), cuando la ampliación de los andenes resultó imposible por su disposición en curva. Así que, solución fácil, se cerró. Viajando en la línea, si no voy pensando en la entrevista que me espera, o en llegar a tiempo para comer con Carol, La oscuridad devuelve, rápido, la visión de un andén aún ornado con letreros publicitarios hechos a mano, azulejos pintados promocionando lociones, aguas purgantes, cafés La Estrella o relojes Longines. Cierto es que hace tiempo que no viajo en esa línea, así que no se si la conversión de la estación en museo hace que ahora se pueda ver con claridad; tendré que saciar mi curiosidad la próxima vez.
Lo que sí es verdad es que, aún sin haberlo visto, estoy segura de que tenía más encanto antes, cuando conservaba sus capas de polvo, sus telas de araña, sus billetes usados en las papeleras, los periódicos abandonados. Me hubiera gustado colarme por el túnel desde Tribunal y recorrer la estación a solas, en la casi oscuridad sólo rota por el reflejo de los vagones que pasan a toda velocidad de forma periódica. Parece que, incluso en Madrid, y a pesar del permanente cambio de la civilización, aún existen rincones en los que el tiempo quedó atrapado con un precinto de nostalgia.


Raro es no ver a alguien que acerca su cara al cristal y hace sombra juntando las manos para ver la estación en el trayecto. Personalmente, es uno de mis pequeños placeres en el metro, después de luchar contra el nauseabundo aire caliente que, mezclando olores variopintos, amenaza con la asfixia, y de sacar los codos con la excusa de sujetar el bolso (cruzado, por supuesto) al entrar en los vagones en hora punta. Cada vez que cojo el metro, a medida que las escaleras mecánicas me meten varios metros bajo tierra, me voy sintiendo más subterránea (¿Alguien recuerda aquel juego para ordenador donde un grupúsculo de pequeños duendecillos con pantalones azules se afanaban por horadar galerías dinamitando, excavando, construyendo….? Lemmings. Me encantaba ver cómo, mientras 4 o 5 de aquellos personajillos se dedicaban en cuerpo y alma a la labor que se les encomendaba, pico en ristre, el resto se entretenían y me entretenían a mí paseando como autómatas de un lado a otro de la pantalla hasta que, gracias al sudor de uno de ellos, oficial de primera, conseguía abrir un paso a un nivel inferior, entonces todos iban cayendo para volver a empezar con la canción. Nunca supe cuál era el final del juego. ¿Conseguían salir a la superficie?) . Al llegar al andén, suelo buscar, quizá por haberlo visto hacer, un lugar cerca de la cabeza del tren. También busco un caramelo en mi bolso, suerte que siempre llevo. Me quito el abrigo, porque es raro verme en Madrid en verano, y observo. Observo el andén del sentido contrario, con su gente. Hay gente peculiar en el metro. Gente que mira su reloj una y otra vez, alternando reloj y pantalla informativa donde se puede ver que el siguiente convoy pasará en 2 minutos. Inconscientemente, termino mirando yo misma el reloj y maldiciendo la puntualidad inglesa. Una vez que se escucha el pitido, todos en sus marcas, antes de que pare el tren ya has buscado una puerta en el vagón donde crees que menos gente viaja. De nada sirve, pues se va a llenar de todas formas. Si eres decidido y rápido, consigues asiento para poder leer el periódico de quien llevas al lado. Si no es así, ves gente que saca sus libros, los apuntes, sudokus… ¿Cuánto tiempo llevará en el metro la mujer que viaja enfrente? Parece cansada, seguro que ha madrugado para ir a trabajar, y ahora regresa a casa después de una dura jornada en la que, probablemente, su jefe le ha hecho alguna putada, o algún cliente no ha pagado sus facturas, o los niños en el instituto se han cebado hoy con su falta plisada, o la cajera del supermercado le ha cobrado dos veces las naranjas… lleva el maquillaje cuarteado, puede que incluso se maquillara de camino al trabajo, con un espejito de mano que esconde en el bolso. Levanta la vista triste, sin ver. Aún le quedan 5 paradas antes del trasbordo, y desde allí otras 3 para llegar a casa. ¿Cuándo será viernes?



Yo acerco la cara al cristal y junto las manos alrededor para crear un vacío de oscuridad que evite los reflejos mortecinos del vagón. Ahí está. Estación fantasma. Chamberí.


Safe Creative #1004135987105

lunes, 29 de marzo de 2010

CALLAO


Luna llena, liviano bullicio que llena la calle y apabulla al forastero.

Llegadas y partidas. Espacios abiertos que confluyen y se cierran en un abrazo llevadero. Lluvia que abrillanta el pavimento. Barquillos con chotis de fondo. Canallas que lloran por las esquinas. No se escuchan los grillos en las noches de agosto. Callos de tasca.


Huele a asfalto recalentado por el sol. Bancos enfrentados que desafían los días de aguacero. Tantas direcciones que tomar...! Gente ensimismada que se apresura por llegar a ninguna parte; gente que, en su carrera, arrastra a quien disfruta de la mezcla de sensaciones. A tan solo unos metros, parada obligada en la franquicia de turno; capuccino con canela y azúcar moreno, tamaño grande, para saborearlo en el paseo hasta el Templo, dejando atrás Plaza de España. A la vuelta, otra parada, esta en Preciados, hay que ver al oso y abonar el madroño.

"¿Estás loca? ¿Vas a ir a pie? Coge el metro..." Vida de topo, siempre a 5 metros bajo tierra. Algo tiene. Será la gente, será el aire, el tráfico, el ruido... Será que no puedo pasar por Madrid sin visitar Callao.