lunes, 28 de junio de 2010

RAMBLA

"Voy a hacer una solemne promesa: en mi puta vida vuelvo a meterme borracho en el Metro. Corrección: en mi puta vida vuelvo a tomarme una copa. Suponiendo, claro, que salga de ésta. Si al menos supiera dónde leches estoy, tal vez podría hacerme alguna ilusión de cumplir la promesa, pero esto pinta... impredecible, por decirlo suavemente. No recuerdo nada desde el segundo gol, salvo aquel corrillo de jubilaos colchoneros bailando el pogo desnudos sobre la barra mientras el resto del bar les cantaba el Nunca Caminarás Solo... ¿o el que bailaba desnudo era yo y los que cantaban eran ellos? El caso es que sea como sea, he acabado aquí, tumbado en el suelo de lo que parece el andén de Metro peor iluminado de Madrid... suponiendo que siga en Madrid. Mire donde mire, no hay manera de encontrar una puñetera indicación que diga dónde estoy. No se oye ni una mosca, y lo único que alcanzo a vislumbrar son seis o siete metros de andén, una máquina de vending a rebosar de Kitkats (sin ranuras para las monedas), un par de carteles hechos polvo con algo parecido a la cara del Señor Barragán sobre el lema “Chí Pacharán”, y ese duende irlandés de metro noventa atado y amordazado que está intentando llamar mi atención desesperadamente metiéndose de cabezazos contra la pared. Vale, prioridades: una, conseguir un Kit Kat; dos, encontrar la salid... ¡un momento!¿he dicho duende irlandés de metro noventa atado y amordazado? Habrá que desatarlo, igual sabe cómo va la máquina de chocolatinas...
- Venga, fuera mordaza... ¿mejor?
- (gasp) Sí... (gasp), ¡desátame, rápido!¡Hemos de escapar de aquí antes de que vuelva!
- Un momeeeento, chato, un mo-meeeeen-toooo... primero quiero desayunar, luego quiero una explicación, y luego a lo mejor me lo pienso...
- Pero... ¿no me reconoces?
- Hombre, ahora que lo dices, tu cara me suena... ¿yo a ti no te tengo visto en Telemadrid? ¡Coño! ¡Si tú eres el Alcalde! ¡Pero bueno, Alcalde!¿Qué hace usted secuestrado en un túnel del Metro disfrazao de lechuga?
- Verás... en realidad soy un duende irlandés auténtico, mi verdadero nombre es Gallardonix. Toda mi alcaldía es una tapadera, lo hice todo para llevar a cabo las ampliaciones del Metro de Madrid y poder usarlas para esconder mi Tesoro... pero mi archienemigo, el duende Aguirrix, pretende que le diga dónde se encuentra. ¡Si descubre la verdad, será terrible!¡Madrid caerá en decadencia!¡Las nuevas generaciones no tendrán esperanza!¡El Barça tomará el control de Caja Madrid y se bailarán sardanas en la Cibeles cada quince días!
- ¿Y qué pinto yo en todo esto?
- Ni puñetera idea... tal vez la viste secuestrarme o tal vez llegaste a este andén fantasma por casualidad... ¡rápido, tienes que recordar! ¿cómo llegaste aquí?
- Pues con una curda del copón, no te jode...
- ¿Puedes ser un poco más específico?
- A ver, recuerdo que me metí en un ascensor... tal vez pulsé el botón que no tocaba... recuerdo que no funcionaba y que parecía que el ascensor me hablase con una voz así como de Darth Vader...
- ¡Por todos los San Patricios!¡Te metiste dentro de uno de nuestros portales interdimensionales!
- Alcalde, coño, en serio... ¿eso existe?
- ¿Pero tú cómo te crees que llego a tiempo a todos los desayunos de prensa con la mierda de tráfico que hay cada mañana? ¡Estamos en una estación de gusano! ¡Sus portales funcionan mediante ultrasonidos imposibles de emitir por un ser vivo consciente! ¡Rápido, repite todo lo que dijiste!
- ¿Decir? Alcalde, me parece que aparte de cagarme en la madre que parió al ascensor un par de veces, suplicar que se moviera otras tantas, y llorar diez minutos como un bebé declamando sobre lo injusto de la vida y la condición humana, no emití ningún ultrasonido... a no ser que... a no ser...
- ¿Qué? ¿¿¿QUÉ???
- Primero me va usted a prometer una parte del Tesoro.
- ¡A tí y a todo tu barrio!¿de dónde eres?
- De Coslada, del Valleguado Sur, y a mucha honra. Tápese los oídos, Alcalde...
- ¿Cómorl?
- (sniiiiiiiiiiiiffffffffffffff.... BOOUAAAAAAAAAAAAAAAAARRRRRPPPPPP!!!!!!!!!)


Siempre he molestado sobremanera a los perros de mi hermana al pegarme un eructazo de los míos. Quién iba a pensar que su frecuencia coincidía con las de un mecanismo de teletransporte multidimensional. Ahora, ahora me explico muchas cosas. La estación, el andén, el Metro, han desaparecido. Estoy en casa, en la superficie. Gallardonix se ha esfumado, pero me encuentro una tarjeta en el bolsillo de la camisa, con un número de móvil a todas luces falso (tiene siete treses) y una anotación a mano:


“Encontrarás tu parte entre Méjico y Honduras”


Será desgraciao... para que te fíes de los políticos, ahora me envía a hacer la ruta Quetzal... claro que ahora que lo pienso...


Aprieto el paso, tuerzo un par de calles y entonces lo veo claro. Tal y como me lo había imaginado. Apenas puedo distinguir la estación de La Rambla entre la multitud de curiosos que se agolpa poco a poco en la calle mirando al centro Margarita Nelken, o lo que antes era el centro Margarita Nelken. Frente a nosotros puedo distinguir tres cosas: un mogollón de gente flipando pepinos, el concejal de Urbanismo de la Plataforma en estado de shock bailando una jota navarra y dando gracias a no sé qué virgen de Guadalupe, y un pedazo de construcción faraónica sacado de Stargate Atlantis en el cual el centro cultural parece haber transmutado durante la noche. Joder, Gallardonix, yo sólo quería entradas gratis para el fútbol o como mucho un pisillo en la Gran Vía, pero a lo hecho... sólo espero que por lo menos hayas mejorado la programación del Cine Club.

(Jose, que afirma que no hubiera escrito nada si le llego a decir que Certik, Alex Martos y yo misma le dejaríamos el listón tan alto. A lo mejor entonces hasta hubiera escrito sobrio)
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jueves, 10 de junio de 2010

BATÁN

La noticia me pilló totalmente desprevenida. Una llamada telefónica y después el silencio en la soledad de mi apartamento. Era imposible no empezar a pensar en viejos recuerdos y momentos más recientes. Recordé largos paseos hace más de 10 años, recordé las propinas del día de reyes, las visitas fugaces a la salida de la misa del domingo… La imagen, una ventana sin cortinas y una persiana que se bajaba tan pronto como la luz del día empezaba a palidecer. Nunca más la vería subida. Nunca más me adentraría desde la calle en la privacidad de aquella cocina tan conocida. Fue difícil y extraño llegar y no ver signos de vida por allí.

Abrí la puerta con una vuelta de llave y un empujón; la humedad había hecho que la madera se dilatara y fuera difícil el acceso. La luz se hizo paso en aquella penumbra. Recorrí con la vista los posibles restos de la tragedia, pero allí apenas se adivinaba nada diferente. Sólo un olor fuerte y penetrante que se niega a abandonar las paredes incluso meses después de lo ocurrido y tras sesiones intensivas de ventilación forzosa de 24 horas diarias. Imagino que es de ese tipo de olores que duran para siempre, que impregnan la ropa y la pituitaria y acompañan aún sin querer. De esos olores que inexorablemente evocan una tormenta de imágenes y recuerdos en los que se mezcla alegría y nostalgia. La misma sensación me acompañó durante algún tiempo pero en distinta localización al otro lado de la calle, aunque yo era lo suficientemente inocente y niña como para no saber a qué se debía ni qué significado tenía, pero no pude evitar que acudieran a mi mente recuerdos de galletas rellenas de crema pastelera que aparecían mágicamente sobre la mesa de la cocina en una bandeja redonda naranja o verde según la ocasión, una barba blanca de tres o cuatro días tras la que se escondía una sonrisa abierta y una boina negra que cubría la cabellera totalmente cana de Antonio “El Bueno”. Tenía también un olor único e inconfundible que, poco a poco, ha ido desvaneciéndose dando paso a otros más recientes y más conocidos.

A medida que la luz dejaba entrever las marcas en el suelo de algún objeto pesado que había sido arrastrado por el pasillo en incontables ocasiones y mis ojos se habituaban a la oscuridad respiré hondo. Todo estaba en su sitio, como siempre, salvo por el hecho de que todas las persianas estaban bajadas y la puerta del patio cerrada. Busqué el interruptor de la luz a mi izquierda, justo donde las escaleras de madera inician su ascenso al piso superior. Estaba a punto de sentirme como un ladrón allanando una morada extraña pero con consentimiento paterno para echar a mi saco cuanto pudiera encontrar de valor. Detrás de mi venía mi madre, instando a la premura desde su atalaya de pragmatismo autoimpuesto que sacude la atmósfera cuando algo le desagrada. Cerramos la puerta tras nosotras y subimos renqueantes los dieciséis escalones de madera pulida sin barniz que nos separaban del primer piso, escuchando a cada paso un crujido bajo nuestros pies. Sin saber muy bien por dónde empezar, algo nos empujó a la habitación de la izquierda; subimos la persiana que da al patio trasero y tomamos aire. Una mesa a modo de cómoda mostraba varios joyeros y cajitas vacías, en sus cajones apenas bolsas de plástico, viejos envoltorios de regalos nunca estrenados, libros de oraciones legado de una hermana monja, llaveros y recordatorios varios. Justo enfrente, en la otra pared, otra mesa de estilo señorial que ofrecía la visión de dos tapetes de ganchillo y otros tantos crucifijos, una caja de pastillas para la tensión y un pañuelo bordado a mano con las iniciales de su dueña escrupulosamente doblado. El armario, de madera maciza, abierto, mostraba las tripas revueltas tras el paso de un tornado que en los nervios del momento había revuelto todo su interior en busca de una muda de supervivencia para los primeros auxilios. Dos camas de forja antiguas, rematadas con latón ya mate, con colchones de lana y mantas ásperas y pesadas. En realidad, ese era el paisaje que ofrecían todas y cada una de las seis habitaciones del piso de arriba, salvo por pequeñas variables en cuanto a mesas, sillas, o número de camas. Aquí una máquina de coser Singer y una plancha; allí una silla de playa traída por algún sobrino en alguna visita hace ya años; allá un sillón de mimbre en el que recuerdo siempre sentada a una adorable anciana de luto riguroso y con un pañuelo negro cubriendo los hilvanes de toda una vida. Recuerdo sus rudimentarias muletas, sus zapatillas negras, apenas su voz… recuerdo que me sentía algo tonta cada vez que iba a visitarla porque no entendía sus palabras, distorsionadas por la carencia de la mayoría de sus piezas dentales, recuerdo su toquilla también negra resguardando del frío sus débiles piernas, recuerdo que le gustaba tomar un café con leche a media tarde, y que antes de irme daba instrucciones a una de sus hijas para que me obsequiara con una reluciente moneda de cinco duros que yo agradecía trepando por el mimbre hasta estampar en su mejilla derecha un sonoro beso mientras a duras penas apretaba el preciado tesoro en las diminutas manos de una niña de escasos 5 años. Las muletas dejaron paso a una silla de ruedas que por una de esas casualidades de la vida, recicló y usó una hija unos cuantos años más tarde y que descubrí no hace muchos días de cara a la pared en una vieja cuadra para los cerdos.

Muchos y gratos recuerdos de mi infancia apenas consciente de lo que sucedía en el mundo a más de tres metros de distancia en torno a mi epicentro. El primo Víctor con su inseparable radiocasete y una guitarra, el guapísimo primo Juanjo, el tío Antonino y su cariñosa forma de llamarme Ana Bolena, el labio leporino del tío Cesáreo, los puros y las garrafas de agua fresca del tío Fernando, las esperadas visitas de la tía Reme una vez al año y siempre en verano… ya entonces me llamaba poderosamente la atención la puerta entreabierta al final de la rama derecha de la T que formaba el pasillo y que conducía a un comedor al que no tengo constancia de haber entrado de niña. Sin embargo, la cocina era territorio de sobra conocido. Nada más entrar, a mano derecha y pegado a la pared, un escaño oscuro donde me sentaba en espera de un vaso de leche o, si la tarde era estival y había suerte, de gaseosa que me apresuraba a beber cuando aún las burbujas estallaban al borde para sentir las cosquillas que el gas me regalaba en la nariz. En invierno el refresco tornaba en leche caliente con cacao de la Cepedana, salvo en aquellas ocasiones en que el cura hacía visita a la casa, que era para mí día de fiesta puesto que la merienda consistía entonces en chocolate espeso y roscón de bizcocho; una vez terminado, el abuelo me limpiaba las morreras con una servilleta áspera de cuadros naranjas y verdes y me llevaba otra vez a la calle a recuperar la Orbea roja estratégicamente calzada junto a la acera y continuábamos nuestro paseo en dirección a la Peña del Gato dejando atrás el árbol hueco y el temido Collie que salía a nuestro encuentro moviendo el rabo y ladrando y que a mí me hacía temblar desde la cabeza hasta los pies de tal forma que hasta llegaba a caerme de la bici. Los cardenales y rasguños derivados de la caída eran heridas de guerra que a la vuelta yo enseñaba a mi abuela con orgullo mientras ella regañaba a mi abuelo por permitir que el perro me saltara encima…

Todas esas imágenes pasaron por mi mente en cuestión de segundos, mientras recorría por primera vez en treinta años y sin miedo a ser descubierta una casa de la que no conocía las entrañas. Descubrí pequeños grandes tesoros envueltos en papel de regalo y llegados por correo postal con matasellos de Barcelona, pulcramente preparados y con detalles que jamás vieron la luz salvo en el momento en que eran recibidos, por la simple curiosidad de conocer el contenido de aquellas cajas de cartón envueltas y cerradas con un cordel blanco; libros y cuadernos de colegio; plantillas de bordados, papel calcante y hasta los primeros nudos de una puntilla ya amarillenta tejida con encaje de bolillos.

Sin embargo, y no sé aún cuál fue la razón, en cada habitación que profané mis ojos se dirigieron automáticamente a la cama. Viejos colchones de lana poco uniformes, hundidos en el centro y elevados a los pies, reposando sobre viejos somieres oxidados asegurados con cuerdas y retales, cobertores de ganchillo o incluso alguna colcha con motivos florales muy de moda en los 70. Todas las camas hechas, listas para ser usadas, con sábanas blancas bordadas por mano de monja y con pesadas mantas de lana tejidas en la zona de El Val donde se combinan el crudo de fondo y los verdes y rojos de las franjas horizontales. Pesan, y pican, son ásperas, como si estuvieran sin desbastar. Mantas por todos los rincones, en los armarios, para acompañar las noches más frías de la casa sin calefacción, incluso un arca de madera con solera pero bien conservada a salvo de la carcoma donde descubrí media docena más de mantas personalizadas con distintas combinaciones de colores, y una que con casi total seguridad ha cumplido ya el siglo y en la que se puede leer en mayúsculas verdes el nombre de Juan García, mi tatarabuelo. Comprobé, no sin cierta sorpresa, que esta manta es ligera, mucho más que las otras, y que el paso de los años ha perdonado el tejido y este se ha mantenido a salvo de los ratones y las polillas. Observé los nudos y viajé hasta el Val de San Lorenzo a casa de Fina, donde no hace mucho ella y Maricruz me explicaban con esmero todo el proceso de fabricación de las mantas mientras trataban de poner nuevamente en funcionamiento una serie de máquinas que descansan hoy jubiladas y cubiertas de polvo con las madejas aún preparadas para ser tejidas, montones de lana aún sin lavar y otros ya cardados con púas naturales hechas de cardos de secano, ruecas y husos donde hilar los ovillos que más tarde pasarían por el telar y luego por el batán donde las mantas serían mazadas durante horas.

Volví a doblar la manta del abuelo Juan y puse fin al viaje mientras pensaba ya en asaltar otro baúl, otro arca, otra habitación… al final de aquel pasillo, una amalgama de sillas, mesas, cajas, bolsas, libros, palos de escoba y algún que otro artefacto inútil me esperaba. Entre otras muchas cosas, dos mesas bajas y una silla casi rupestres, y una maleta de cuero, de las que se usaban para los viajes allende los mares, que me propuse recuperar a modo de attrezzo para mi dormitorio, junto con un cabecero arrinconado contra la pared y tapado con papeles y plástico, un palanganero viudo y una mecedora. Pequeños tesoros de anticuario, escriños y espiteras, calderos de zinc, un puchero de cobre…

De vuelta por la galería en la que en otros días se respiraba el aroma de los geranios siempre floridos, dejé entreabiertas las ventanas para que el aire limpio termine de arrastrar el humo espeso que aún se agolpa en las paredes amarillentas y eché un último vistazo al cuarto de la plancha donde encima de la mesa aún hay una pila de ropa doblada esperando la ración de almidón. Otro recuerdo me asaltó sin previo aviso, encadenándose a otros que sacudieron mi mente a velocidad vertiginosa, entremezclándose y confundiéndose. La primera vez que vi de cerca la muerte yo estaba a 5 días de cumplir los 14; tuve la gran suerte de no toparme con ella hasta entonces, o si lo hice, supieron mantenerme al margen para no perturbar mi mente infantil, porque recuerdo a dos bisabuelas pero no sus funerales. Ambas vestidas de negro, ambas con dificultades para caminar, una con gruesas gafas y la otra en su trono de mimbre, una venida de Cuba y la otra desdentada y afable, una escudándose en Dios y en todos los santos para adobar la carne de la matanza y la otra con un tarugo de madera bajo los pies para que no se le enfriaran… Aunque los recuerdos son vagos, mi padre me lo comunicó un día entre semana justo cuando mi hermano y yo salíamos hacia el colegio, a eso de las 3 de la tarde.

-Murió Rodrigo- me dijo.
-Sí, hombre- fue mi inteligente respuesta.
-Sí, hija.

No acudí al entierro, y tiempo después conocí las circunstancias. En el breve trayecto que separaba mi casa del colegio, escasos 500 metros, súbitamente adquirió gran importancia y valor sentimental una cinta de El Último de la Fila regalada por el difunto pocos días antes.

El segundo encuentro fue en el verano de 1997. En pleno mes de julio mi vuelo con destino Heathrow presagiaba algo malo. El abuelo quedaba ingresado por culpa de una anemia (o eso me dijeron) que hacía necesarias las transfusiones casi diarias. El día 21 aterricé en Barajas pero mis padres no fueron a recogerme; hice el camino en coche con Olga y sus padres, que me dejaron en tierra conocida a última hora de una tarde calurosa.

-Dúchate y vamos al hospital a ver al abuelo, hoy está bien.

La imagen que me devolvió aquella aséptica habitación de hospital me acompañará siempre. Aquel cuerpo sin fuerzas no podía ser mi abuelo, la mirada perdida, fija en algún punto del techo, la nariz extremadamente aguileña, la boca extrañamente abierta, tan pálido…

-Salgan un momento, por favor, vamos a limpiarlo.

Mi madre quedó dentro; mi padre y yo salimos a sentarnos al pasillo. Miré a mi padre y no pude tragarme las palabras.

-Y decís que está bien…

Quería llorar, pero aguanté las ganas en mi primera muestra de madurez adulta. Presentí la misma sensación y las mismas ganas en los ojos de mi padre. Unos minutos después la puerta volvió a abrirse y mi madre nos invitó a entrar. Me incliné sobre la cama y di un beso al abuelo.

-¿La conoces?- preguntó mi padre.
-Claro, hijo- le respondió- es Ana.
-¿Y qué tal la ves? Ya ha vuelto de Inglaterra.
-Está guapa, ya la he visto y está guapa.

No sé si fui capaz de decir algo, lo cierto es que no tengo conciencia de haber abierto la boca salvo para saludar y despedir al que hasta no hacía mucho había sido compañero de fatigas, paseos en bicicleta y que yacía desganado y derrotado, como rendido, en una cama de sábanas blancas esterilizadas. Quedamos en volver al día siguiente, pero ya no lo hicimos. El día fue transcurriendo sin grandes acontecimientos y una de mis tías se ofreció a pasar la noche con él. A última hora de la tarde y como cambio de planes sobre la marcha, mi madre subió para verle después de cenar. Cuando volvió, sobre las 3 de la madrugada, no venía sola; traía a mi tía deshecha en lágrimas y la mala noticia. Yo estaba en la cama, pero al oír la llave en la cerradura me levanté, recorrí con cautela los 10 pasos del pasillo y me senté en la cocina, con la espalda pegada a la pared y las rodillas dobladas sobre la silla, abrazando mis piernas desnudas. Mi tía se agachó delante de mí, me acarició las piernas y sin mirarme a los ojos me dijo:

-Se fue sin sufrir, se fue quedando dormido, tranquilo…

Bajé la mirada y allí me quedé un rato, inmóvil. El olor a café recién hecho me sacó de mi letargo y sin cambiar de posición escuché las palabras de mi madre que trataba de ser objetiva desde su palestra médica. Luego mi padre llamó a su otra hermana, que se había quedado con la abuela. Supongo que recibir una llamada a aquellas horas intempestivas era ya suficiente como para comprender, y la conversación tampoco fue muy extensa.

-Merce… murió papá… hace un rato… díselo a mamá…

Me metí en la cama un rato después, aunque no podría dormir. Las manos ásperas de tanto trabajar la madera del abuelo ya no volverían a quitarme los “curritos”. De niña, después de comer, me sentaba en su regazo y mientras veíamos las noticias de las 3 me pellizcaba suavemente la espalda con el índice y el corazón para quitarme aquellos bichos que sólo él y yo veíamos.
No quise mirar su cuerpo desconocido tras el cristal del tanatorio; me acerqué a la abuela, rigurosamente enlutada, le di un beso y empezamos a llorar.

-Te estuvo esperando. A que volvieras...

Luego, al girarme para salir, por el rabillo del ojo distinguí una caja y un sudario claro, pero no su rostro. Prefiero recordarlo lleno de vida.

El tercer encuentro, fue hace unos meses. La noticia por teléfono y una caja cerrada ante el altar nuevo de la iglesia del pueblo. Ni siquiera subí al cementerio en una muestra más de la rebeldía hereje que me acompaña desde julio de 1997.


La ropa sin planchar espera que, uno de estos días, y con un saco de plástico negro para la basura, vuelva a evitar que los ratones devoren por momentos cuanto encuentren a su paso. La manta del tatarabuelo Juan correrá mejor suerte; arrancará, renqueante y oxidado, el batán de Fina para devolverle los colores y la alegría.
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miércoles, 9 de junio de 2010

SEVILLA

[En tus alas polvorientas,
hay temor a los comienzos,
yo deshielo tu camino
con sal del mar que ayer nos vio jurar nunca perdernos.]


¿Ya estás tarareando recuerdos? ...Si.(Huertas, 18:30)
Siempre había sido ágil observadora, llegaba a mi mucho antes que yo y me sorprendía terminándome frases, por más que intentaba crear cualquier subterfugio siempre encontraba pesquisas de lo que mascullaba entre dientes y terminaba repitiéndome la misma frase: o lo sueltas o te muerdo la boca!. Yo nunca se lo hacía saber, uno tiene sus vicios.

Habíamos pedido la cuarta o la quinta copa cuando caí en la cuenta de que era lo que me andaba rondando la cabeza. Belén Urquijo estaba haciendo las veces de parteneur de un chico sueco que andaba perdido por Madrid, probablemente le estuviera dando la dirección del piso que compartía con Raquel aunque cabe la posibilidad de que solo se estuviera divirtiendo, todo como de costumbre adquiría un tono surrealista en El Mondo, una gruta cercana a Plaza España en la que nos descubrimos casi sin querer y a la que bautizamos como "cristal palace" por la dilatación de las pupilas del círculo de gentiles que frecuentaban aquel antro tan romántico y congestionado de gritos.

- ¿Has dado ya con lo que te tiene así?
- Creo que si, bueno, se que algo tiene sentido hoy, pero no se que es.
- A veces te explicas como un libro abierto...¿has pagado tu?
- Si.
-Te lo compenso luego.


Le siguió los pasos a Belén y se puso a bailar con lo que supongo que sería un compañero del sueco, perdido en un ámbito inmoral y lleno de sustancias químicas que, bajo mi punto de vista, habían probado. Se dio la vuelta regalándome un guiño y jugó con su copa mientras practicaba inglés (seguro que se acercó por eso...o eso quiero pensar [a veces soy feliz auto-engañándome]). Mientras las chicas llevaban rato asegurándose unas risas, Mario (el propietario del tugurio) al que apodábamos cariñosamente el amo del calabozo intentaba comentarme algo desde detrás de la barra, advirtiendo mis gestos de sordera transitoria pegó un salto y se sentó en el taburete de mi izquierda.

- ¿Qué te pasa esta noche, tronco?
- Nada, creo que voy a parar en esta, llevo a cuestas un nivel importante.
- Ayer vino sola, hacía mucho tiempo que no venia sin compañía, ¿os pasa algo?
- ¡Claro!,¡ joder Mario!,¡ eso es!...¡nos pasa algo!
- ¿Qué cojones dices? ¡Que si estáis mal!, mira que yo eso lo veo venir...
- ¡Pues que Dios te conserve el oído cabrón!


Dejé a Mario en su trono con los brazos apoyados en la barra gritando que en su local a Dios ni se le mienta ni se le espera mientras rastreaba la sala para buscarla y contarle que pasaba algo, que algo tenía sentido pero no para mi, al menos no solo para mi. "Ahí está"!, derrochando la madrugada que le queda, jugando a ser otra y mirando como los miraba a todos...¿cómo los miraba a todos?...nunca advertí como me miraba a mi hasta que el amo del calabozo, totalmente sin querer, dio con una frase simple que encendió todas mis alertas. Decidido a explicarle lo que acababa de entender, frené en seco. ¿Cómo puedo pensar que algo ha cambiado en los dos si ni siquiera le he preguntado?; ¿Qué tengo que preguntar? Era lógico que no advirtiera que la estaba observando, su propio micromundo personal había empezado a fabricar la burbuja donde usualmente se alquilaba unos minutos al día, estaba centrada en conocer, observar, omitir lo que no le convencía y seguir engañando a cualquiera que le condensara vapor en el oído, pero pudiera aportarle algo interesante, le gustaba cazar "palabras-tesoro" como ella misma las definía: "Cualquier gilipollas puede arreglarte el día si después de una sarta de estupideces te deja una frase útil, escuchar es gratis, pequeño".
Absorto en mi paranoia una mano me alcanzó la espalda, ¡Ivan!.
Iván era un sempiterno de aquella sala, bohemio, desgarbado y algo distraído estudiaba filosofía en la complutense y de cuando en vez la anatomía de Belén (entre otras), me dió un abrazo y me susurró un resultado al oído: 2-0 que "pedazo" de atleti tengo macho, ¿qué hacéis por aquí?. Le expliqué que habíamos decidido salir a última hora, desde hace tiempo no parábamos quietos, aun en el piso siempre teníamos algo que hacer o algún proyecto por terminar, sueño por cumplir o fantasía que hacer realidad.

- Te estás quedando en los huesos tronco, si no fuese porque se que eres otro ruinas...
- Ni "pa" drogas tengo, estoy ahorrando para pobre, por cierto, ¿no es tarde para ti?
- Mi jefe también es del atleti, cuando gana siempre le da los turnos malos a los merengones.
- Yo curro a las 11, otra modelillo anónima
- ¿Tú solo o vais los dos?
- Yo solo, a esta mañana no la despierta ni Dios
- Voy a ver al amo del calabozo, creo que los primos le bajaron licor-café, ¿te hace?


Levanté la copa que llevaba en la mano en señal de que ya estaba servido y regresé a mis cavilaciones y cuando quise darme cuenta la tenía delante robándome otro beso, uno de esos besos enanos que se podrían contar en milisegundos y sin embargo nunca consigo olvidar, cosa rara en mi porque la memoria de post-it que gasto nunca almacena nada a escalas industriales. Sus manos se me entrelazaban en la cintura y se desdibujaban detrás de mi camiseta, todo parecía ser exclusivo para un "nosotros" cuando de repente regresé a algún punto en el tiempo que no lograba ubicar con claridad. Una discoteca, un beso pequeño pero cargado de sensaciones y sus ojos clavados en mis ojos con una energía tal que hizo desaparecer todo a nuestro alrededor, se que puede sonar a frase típica y prefabricada pero en aquel momento y con un gesto tan simple consiguió aislarme de todo, perdonen si no encuentro mejor manera de relatar lo vivido.

¿Habían intentado mirarme así alguna vez?, quizá más de una o quizá ninguna, no lo tenía nada claro, pero nunca nadie (si es que lo habían hecho) logró hacerme percibir esa sensación. No me sentía especial, ni único, estaba en paz y aquella situación que realmente duraría unos pocos segundos me pareció eterna y se quedó perpetua en uno de esos post-it de mi disco duro personal, me miraba feliz, ahora si tenía motivos para creer que algo nos pasaba a los dos tal como predijo Mario, algo tenía sentido no solo para mi, el hecho de que yo estuviera allí, ella me mirara y estuviéramos convirtiendo aquel instante en un "nosotros" nos hacía intensamente felices, el hecho de pasar gran parte del día juntos nos hacía felices, buscar los espacios de soledad personal y respetarlos nos hacía felices, no hablar de amor nos hacía felices, separarnos para volvernos a encontrar era la mejor terapia que existía para mantener la incertidumbre de la búsqueda...claro!, lo estábamos haciendo bien y, lo más importante, ninguno de los dos daba señales de querer dejar de hacerlo.

- Me haces falta (dijo rompiendo el silencio)
- No pienso cantarte una canción
- Pues llévame a casa y te la canto yo a ti
- ¿Y Belén?
- Ha encontrado a Iván, estaba bebiendo una cosa muy rara, ¿apuro el cubata y nos largamos?
-Es licor-café, un licor casero de Galicia, muy bueno por cierto.
- Jajajajaja!, te digo que me lleves a la habitación y tu pensando en licores, ¡Canalla!
- Eso que suena es ...
- Sabina, Mario estará intentando echar ya a la gente y tu tienes que trabajar a las 11
- Qué asco
- Son las 7, tranquilo, te voy a tener entretenido hasta las 10.


7:40 h. Caminando por Madrid, bien podía ser el efecto de la ginebra o estar escuchándola hablar sobre Suecia un buen rato, todo giraba en torno a ensoñaciones opacas que mañana probablemente serían solo recuerdo. Todo, absolutamente cada baldosa enladrillada al suelo, cada chino vendiendo comida caliente tenía sentido esa noche... ¿Por qué?, quizá Mario tuviese toda la razón del mundo o había dado con el jack point por pura casualidad. Me paré y siguió caminando unos metros, casi sin darnos cuenta habíamos llegado a Fuencarral, cerquita del zulo que me apañé en Sol, la inercia nos hacía caminar al mismo norte (que ironía) de siempre, una bendita rutina que acatábamos con disciplina marcial, pero ¿con ganas? Me quedé en silencio unos segundos, algo tuvo que notar porque se acercó titubeando y casi con una pena reconocible (o eso me pareció a mi)comenzó a hablarme: estas distante, estas fuera, desde ayer no te encuentro y tengo la sensación de que tu tampoco te ubicas muy bien, ¿quieres que nos vayamos de aquí o...? ; Detuve su mini-discurso acariciándole los labios con un dedo.

- ¿Sabes que nunca he disfrutado tanto de nada?
- Alex, yo...
- No necesitas decir nada, no quiero pisar el acelerador, no tengo ningún miedo, solo disfruto
- ¿Entonces qué es lo que te tiene así?
- Que ya he estado en una ciudad que no es mía, ya me han mirado con ternura, ya he probado lo que es estar una noche y otra abrazado a alguien por quien podrías dar la vida sin explicarlo y ya me han hecho daño. Ya he visto a la vida de cerca, he estado en todas partes, he sentido el miedo más perro, el frio y el calor más inhumano, el cariño más incondicional, el arte, las costumbres...he vivido casi todo lo que se puede querer vivir...
- ¿Y...?
- Que la conclusión que saco es que solo a tu lado todas esas cosas tienen sentido, la conclusión es que todo lo que me queda por vivir tiene ganas de vivirlo contigo porque así...
- ...así todo tiene sentido.


Volvía a terminarme una frase, volvía a encontrarme mucho antes de que yo llegara, todo tenía sentido y esta vez era para los dos, me lo decía sin hablar o al menos eso creía entender yo, no nos ligaba nada, podíamos huir por que no había motivos para permanecer allí observándonos como dos desconocidos que al encontrarse tienen la certeza de mirarse con ojos diferentes. ¡Ojos diferentes!, ¡es así como me mira!, como la miro yo, como no miramos a nadie.

- Vas a quedarte callado, ¿verdad?.
- Voy a comerte a besos
- ¿Y si te digo algo que te estorbe?
- Dispara
- Te quiero


Dominado y sorprendido. Aquella rebelde fotógrafa de ojos verdes enormes y zapatillas gastadas de andar, subversiva, cosmopolita y golfa estaba abriendo su corazón a un canalla de La Vega. Aquella irreductible fortaleza de los días anteriores se nos había caído en los pies y no sabíamos qué hacer con lo que se escondía tras los muros. Nos besamos en todas las esquinas que encontramos camino a casa, nos miramos en todo momento, aún con los ojos cerrados, sabíamos que sería difícil pero teníamos ganas y predilección por estar lo más cerca posible el uno del otro...no recuerdo a qué hora llegamos al piso, ni como abrí, ni si despertamos a alguno de los octogenarios habitantes de mi bloque, solo se que le dije yo también unas mil veces sin cruzar palabra alguna. A las 10 sonó una alarma y aun estábamos el uno encima del otro y viceversa, midiendo la cama por palmos y ahogándola poco a poco.

- Tienes que irte, cariño
- ¿Cariño? ¿Desde cuándo sabes lo que significa esa palabra?
- Jajajajaja, se me ha escapado.


Se levantó para poner la radio un rato y cuando la encendió, voilâ, Ruido de Joaquin sabina, en directo y sin vaselina....comenzó a reírse a carcajadas y me miró.

- ¿Qué atino verdad? Se perfectamente lo que estas pensando.

Es la primera vez que se equivocaba, yo solo podía pensar al verla cuanto me gustaba mirarla desnuda.
Salí de casa en busca de mi compañero Rodri, un estudiante de fotografía que vivía a caballo entre Madrid e Ibiza, llegaba tarde a la cita en Gran Vía para hacer fotos en el parque Juan Carlos I, uno de esos parques de Madrid que tiene peculiaridades como el arte abstracto a pié de graffitti o una "estufa fría", la vida moderna. Pude terminar la sesión bien y Rodri, con sus prisas usuales me invitó a dejarme en una estación de metro para que volviese a casa porque él tenía no se cuantas cosas que hacer.

No sabía muy bien donde me había soltado y justo cuando vi la primera boca sonó mi móvil.

- Hola mamá
- Que tal hijo, ¿todo bien por "los Madriles"?
- Perfecto
- ¿Cómo está Raquel?
- Dormida madre, llama a mi casa y despiértala si tienes paciencia y ganas
- "Uish" dormida a las dos de la tarde. Has trabajado hoy ¿no?
- Sí, más de lo mismo, oye, voy a entrar en el metro así que te dejo
- ¿Dónde estás ahora mismo?


Miré el nombre de la parada para poder decírselo con más precisión. Fue entonces cuando recordé a mi hermano Miguel y sus domingos de cerveza, a Manu y su bicicleta, a mi hermana Alba despertándose a las 10 de la mañana y preparándonos café, a mi abuela limpiando un patio lleno de geranios, a mi tía echándole clavo al cocido, a mi gente que ya estaría casi descalza, a lo que viví encerrado en mi cuarto mientras crecía, al olor a sal que llega desde la marisma a la ventana...

- Estoy en Sevilla, madre
- ¡Aquí! (gritó)
- No, en la estación de metro de Madrid, la estación de Sevilla
- Qué susto me has dado
- No te preocupes, estoy como en casa, os quiero.
- Hijo, cuídate y no cojas frio y vuelve a casa si nos necesitas
- No te preocupes madre, desde hace poco Madrid por fin tiene mucho sentido.


Colgué el teléfono y antes de bajar la escalera llamé a mi piso. Me contestó un intento de persona que aparentaba bastante bien ser un zombi o algo parecido.

- ¿Sí?
- Voy a casa, te llevo algo de comer.
- Ahórratelo, quiero seguir donde lo dejamos
- Ok, entonces yo también te quiero
- Ven pronto, por favor
- ¿Por qué esa prisa?
- Te necesito
- No pienso cantarte ninguna canción
- Entonces déjame que te la cante yo.


A día de hoy Madrid no es mi casa, pero esa estación, el tugurio y ese piso forman parte de algo que, con más fuerza que nunca y esté donde esté, tiene sentido.

(Alex Martos Candil)


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jueves, 3 de junio de 2010

NUEVA NUMANCIA

Ciudad de hielo, de frío y viento seco, de pieles curtidas por la helada de febrero, de pasado rupestre, de Moncayo y rebeldía, de insumisión, de reconquista musulmana, de Mesta y Trastamara, de Alfonso IX y Garcilaso, de Bécquer y Machado.

Cuidad de Duero y Lobos, de Lagunas y Cañones, de Pinares y pedregales.

Ciudad de letras y letrada, de Gerardo Diego, de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Valle Inclán.

Ciudad de cuento, con encanto y encantada, de iglesias y misales, de tradiciones y también olvidada. De vías abandonadas que no conducen sino a la nada, de carreteras secundarias y castillos de arena.

Ciudad de románico, de medievo, de toros y caballos, de monte Valonsadero, de bota de vino, de teatro de calle y abuelillos al sol, de petanca, de via crucis, de tardes de Dehesa y noches de cielo estrellado.

De Saturios y Prudencios, Juanes y Nicolases, de vírgenes y santos varios.

De pregones, de Saca, de Toros y Agés, de Calderas y Bailas, de Compra y Lavalenguas, de Catapán y jueves Lardero, desencajonamientos y banda municipal, monólogos y capoeiras, tunos de instituto, viernes santo con bula papal y domingo de ramos en burriquita. De Camaretas, maratones y volley, de Cacho y Antón, de romanos y celtíberos, de tormenta y chaparrón.

Ciudad de marichalares y futbol de primera, de feria de abril con frio en el Calaverón, de castillos y montes de ánimas, de folk y rock'n roll, de Calle Real, de pajaritos, de Soriaya, de mejillones de secano y playa fluvial.

Cuidad de paseos al sol, de tardes de Herradores, de cafés señoriales, de ermitas solitarias, Castellana en masculino y Serrano emulando capital.

Ciudad donde ocurren cosas... y nada parece pasar.
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