jueves, 10 de junio de 2010

BATÁN

La noticia me pilló totalmente desprevenida. Una llamada telefónica y después el silencio en la soledad de mi apartamento. Era imposible no empezar a pensar en viejos recuerdos y momentos más recientes. Recordé largos paseos hace más de 10 años, recordé las propinas del día de reyes, las visitas fugaces a la salida de la misa del domingo… La imagen, una ventana sin cortinas y una persiana que se bajaba tan pronto como la luz del día empezaba a palidecer. Nunca más la vería subida. Nunca más me adentraría desde la calle en la privacidad de aquella cocina tan conocida. Fue difícil y extraño llegar y no ver signos de vida por allí.

Abrí la puerta con una vuelta de llave y un empujón; la humedad había hecho que la madera se dilatara y fuera difícil el acceso. La luz se hizo paso en aquella penumbra. Recorrí con la vista los posibles restos de la tragedia, pero allí apenas se adivinaba nada diferente. Sólo un olor fuerte y penetrante que se niega a abandonar las paredes incluso meses después de lo ocurrido y tras sesiones intensivas de ventilación forzosa de 24 horas diarias. Imagino que es de ese tipo de olores que duran para siempre, que impregnan la ropa y la pituitaria y acompañan aún sin querer. De esos olores que inexorablemente evocan una tormenta de imágenes y recuerdos en los que se mezcla alegría y nostalgia. La misma sensación me acompañó durante algún tiempo pero en distinta localización al otro lado de la calle, aunque yo era lo suficientemente inocente y niña como para no saber a qué se debía ni qué significado tenía, pero no pude evitar que acudieran a mi mente recuerdos de galletas rellenas de crema pastelera que aparecían mágicamente sobre la mesa de la cocina en una bandeja redonda naranja o verde según la ocasión, una barba blanca de tres o cuatro días tras la que se escondía una sonrisa abierta y una boina negra que cubría la cabellera totalmente cana de Antonio “El Bueno”. Tenía también un olor único e inconfundible que, poco a poco, ha ido desvaneciéndose dando paso a otros más recientes y más conocidos.

A medida que la luz dejaba entrever las marcas en el suelo de algún objeto pesado que había sido arrastrado por el pasillo en incontables ocasiones y mis ojos se habituaban a la oscuridad respiré hondo. Todo estaba en su sitio, como siempre, salvo por el hecho de que todas las persianas estaban bajadas y la puerta del patio cerrada. Busqué el interruptor de la luz a mi izquierda, justo donde las escaleras de madera inician su ascenso al piso superior. Estaba a punto de sentirme como un ladrón allanando una morada extraña pero con consentimiento paterno para echar a mi saco cuanto pudiera encontrar de valor. Detrás de mi venía mi madre, instando a la premura desde su atalaya de pragmatismo autoimpuesto que sacude la atmósfera cuando algo le desagrada. Cerramos la puerta tras nosotras y subimos renqueantes los dieciséis escalones de madera pulida sin barniz que nos separaban del primer piso, escuchando a cada paso un crujido bajo nuestros pies. Sin saber muy bien por dónde empezar, algo nos empujó a la habitación de la izquierda; subimos la persiana que da al patio trasero y tomamos aire. Una mesa a modo de cómoda mostraba varios joyeros y cajitas vacías, en sus cajones apenas bolsas de plástico, viejos envoltorios de regalos nunca estrenados, libros de oraciones legado de una hermana monja, llaveros y recordatorios varios. Justo enfrente, en la otra pared, otra mesa de estilo señorial que ofrecía la visión de dos tapetes de ganchillo y otros tantos crucifijos, una caja de pastillas para la tensión y un pañuelo bordado a mano con las iniciales de su dueña escrupulosamente doblado. El armario, de madera maciza, abierto, mostraba las tripas revueltas tras el paso de un tornado que en los nervios del momento había revuelto todo su interior en busca de una muda de supervivencia para los primeros auxilios. Dos camas de forja antiguas, rematadas con latón ya mate, con colchones de lana y mantas ásperas y pesadas. En realidad, ese era el paisaje que ofrecían todas y cada una de las seis habitaciones del piso de arriba, salvo por pequeñas variables en cuanto a mesas, sillas, o número de camas. Aquí una máquina de coser Singer y una plancha; allí una silla de playa traída por algún sobrino en alguna visita hace ya años; allá un sillón de mimbre en el que recuerdo siempre sentada a una adorable anciana de luto riguroso y con un pañuelo negro cubriendo los hilvanes de toda una vida. Recuerdo sus rudimentarias muletas, sus zapatillas negras, apenas su voz… recuerdo que me sentía algo tonta cada vez que iba a visitarla porque no entendía sus palabras, distorsionadas por la carencia de la mayoría de sus piezas dentales, recuerdo su toquilla también negra resguardando del frío sus débiles piernas, recuerdo que le gustaba tomar un café con leche a media tarde, y que antes de irme daba instrucciones a una de sus hijas para que me obsequiara con una reluciente moneda de cinco duros que yo agradecía trepando por el mimbre hasta estampar en su mejilla derecha un sonoro beso mientras a duras penas apretaba el preciado tesoro en las diminutas manos de una niña de escasos 5 años. Las muletas dejaron paso a una silla de ruedas que por una de esas casualidades de la vida, recicló y usó una hija unos cuantos años más tarde y que descubrí no hace muchos días de cara a la pared en una vieja cuadra para los cerdos.

Muchos y gratos recuerdos de mi infancia apenas consciente de lo que sucedía en el mundo a más de tres metros de distancia en torno a mi epicentro. El primo Víctor con su inseparable radiocasete y una guitarra, el guapísimo primo Juanjo, el tío Antonino y su cariñosa forma de llamarme Ana Bolena, el labio leporino del tío Cesáreo, los puros y las garrafas de agua fresca del tío Fernando, las esperadas visitas de la tía Reme una vez al año y siempre en verano… ya entonces me llamaba poderosamente la atención la puerta entreabierta al final de la rama derecha de la T que formaba el pasillo y que conducía a un comedor al que no tengo constancia de haber entrado de niña. Sin embargo, la cocina era territorio de sobra conocido. Nada más entrar, a mano derecha y pegado a la pared, un escaño oscuro donde me sentaba en espera de un vaso de leche o, si la tarde era estival y había suerte, de gaseosa que me apresuraba a beber cuando aún las burbujas estallaban al borde para sentir las cosquillas que el gas me regalaba en la nariz. En invierno el refresco tornaba en leche caliente con cacao de la Cepedana, salvo en aquellas ocasiones en que el cura hacía visita a la casa, que era para mí día de fiesta puesto que la merienda consistía entonces en chocolate espeso y roscón de bizcocho; una vez terminado, el abuelo me limpiaba las morreras con una servilleta áspera de cuadros naranjas y verdes y me llevaba otra vez a la calle a recuperar la Orbea roja estratégicamente calzada junto a la acera y continuábamos nuestro paseo en dirección a la Peña del Gato dejando atrás el árbol hueco y el temido Collie que salía a nuestro encuentro moviendo el rabo y ladrando y que a mí me hacía temblar desde la cabeza hasta los pies de tal forma que hasta llegaba a caerme de la bici. Los cardenales y rasguños derivados de la caída eran heridas de guerra que a la vuelta yo enseñaba a mi abuela con orgullo mientras ella regañaba a mi abuelo por permitir que el perro me saltara encima…

Todas esas imágenes pasaron por mi mente en cuestión de segundos, mientras recorría por primera vez en treinta años y sin miedo a ser descubierta una casa de la que no conocía las entrañas. Descubrí pequeños grandes tesoros envueltos en papel de regalo y llegados por correo postal con matasellos de Barcelona, pulcramente preparados y con detalles que jamás vieron la luz salvo en el momento en que eran recibidos, por la simple curiosidad de conocer el contenido de aquellas cajas de cartón envueltas y cerradas con un cordel blanco; libros y cuadernos de colegio; plantillas de bordados, papel calcante y hasta los primeros nudos de una puntilla ya amarillenta tejida con encaje de bolillos.

Sin embargo, y no sé aún cuál fue la razón, en cada habitación que profané mis ojos se dirigieron automáticamente a la cama. Viejos colchones de lana poco uniformes, hundidos en el centro y elevados a los pies, reposando sobre viejos somieres oxidados asegurados con cuerdas y retales, cobertores de ganchillo o incluso alguna colcha con motivos florales muy de moda en los 70. Todas las camas hechas, listas para ser usadas, con sábanas blancas bordadas por mano de monja y con pesadas mantas de lana tejidas en la zona de El Val donde se combinan el crudo de fondo y los verdes y rojos de las franjas horizontales. Pesan, y pican, son ásperas, como si estuvieran sin desbastar. Mantas por todos los rincones, en los armarios, para acompañar las noches más frías de la casa sin calefacción, incluso un arca de madera con solera pero bien conservada a salvo de la carcoma donde descubrí media docena más de mantas personalizadas con distintas combinaciones de colores, y una que con casi total seguridad ha cumplido ya el siglo y en la que se puede leer en mayúsculas verdes el nombre de Juan García, mi tatarabuelo. Comprobé, no sin cierta sorpresa, que esta manta es ligera, mucho más que las otras, y que el paso de los años ha perdonado el tejido y este se ha mantenido a salvo de los ratones y las polillas. Observé los nudos y viajé hasta el Val de San Lorenzo a casa de Fina, donde no hace mucho ella y Maricruz me explicaban con esmero todo el proceso de fabricación de las mantas mientras trataban de poner nuevamente en funcionamiento una serie de máquinas que descansan hoy jubiladas y cubiertas de polvo con las madejas aún preparadas para ser tejidas, montones de lana aún sin lavar y otros ya cardados con púas naturales hechas de cardos de secano, ruecas y husos donde hilar los ovillos que más tarde pasarían por el telar y luego por el batán donde las mantas serían mazadas durante horas.

Volví a doblar la manta del abuelo Juan y puse fin al viaje mientras pensaba ya en asaltar otro baúl, otro arca, otra habitación… al final de aquel pasillo, una amalgama de sillas, mesas, cajas, bolsas, libros, palos de escoba y algún que otro artefacto inútil me esperaba. Entre otras muchas cosas, dos mesas bajas y una silla casi rupestres, y una maleta de cuero, de las que se usaban para los viajes allende los mares, que me propuse recuperar a modo de attrezzo para mi dormitorio, junto con un cabecero arrinconado contra la pared y tapado con papeles y plástico, un palanganero viudo y una mecedora. Pequeños tesoros de anticuario, escriños y espiteras, calderos de zinc, un puchero de cobre…

De vuelta por la galería en la que en otros días se respiraba el aroma de los geranios siempre floridos, dejé entreabiertas las ventanas para que el aire limpio termine de arrastrar el humo espeso que aún se agolpa en las paredes amarillentas y eché un último vistazo al cuarto de la plancha donde encima de la mesa aún hay una pila de ropa doblada esperando la ración de almidón. Otro recuerdo me asaltó sin previo aviso, encadenándose a otros que sacudieron mi mente a velocidad vertiginosa, entremezclándose y confundiéndose. La primera vez que vi de cerca la muerte yo estaba a 5 días de cumplir los 14; tuve la gran suerte de no toparme con ella hasta entonces, o si lo hice, supieron mantenerme al margen para no perturbar mi mente infantil, porque recuerdo a dos bisabuelas pero no sus funerales. Ambas vestidas de negro, ambas con dificultades para caminar, una con gruesas gafas y la otra en su trono de mimbre, una venida de Cuba y la otra desdentada y afable, una escudándose en Dios y en todos los santos para adobar la carne de la matanza y la otra con un tarugo de madera bajo los pies para que no se le enfriaran… Aunque los recuerdos son vagos, mi padre me lo comunicó un día entre semana justo cuando mi hermano y yo salíamos hacia el colegio, a eso de las 3 de la tarde.

-Murió Rodrigo- me dijo.
-Sí, hombre- fue mi inteligente respuesta.
-Sí, hija.

No acudí al entierro, y tiempo después conocí las circunstancias. En el breve trayecto que separaba mi casa del colegio, escasos 500 metros, súbitamente adquirió gran importancia y valor sentimental una cinta de El Último de la Fila regalada por el difunto pocos días antes.

El segundo encuentro fue en el verano de 1997. En pleno mes de julio mi vuelo con destino Heathrow presagiaba algo malo. El abuelo quedaba ingresado por culpa de una anemia (o eso me dijeron) que hacía necesarias las transfusiones casi diarias. El día 21 aterricé en Barajas pero mis padres no fueron a recogerme; hice el camino en coche con Olga y sus padres, que me dejaron en tierra conocida a última hora de una tarde calurosa.

-Dúchate y vamos al hospital a ver al abuelo, hoy está bien.

La imagen que me devolvió aquella aséptica habitación de hospital me acompañará siempre. Aquel cuerpo sin fuerzas no podía ser mi abuelo, la mirada perdida, fija en algún punto del techo, la nariz extremadamente aguileña, la boca extrañamente abierta, tan pálido…

-Salgan un momento, por favor, vamos a limpiarlo.

Mi madre quedó dentro; mi padre y yo salimos a sentarnos al pasillo. Miré a mi padre y no pude tragarme las palabras.

-Y decís que está bien…

Quería llorar, pero aguanté las ganas en mi primera muestra de madurez adulta. Presentí la misma sensación y las mismas ganas en los ojos de mi padre. Unos minutos después la puerta volvió a abrirse y mi madre nos invitó a entrar. Me incliné sobre la cama y di un beso al abuelo.

-¿La conoces?- preguntó mi padre.
-Claro, hijo- le respondió- es Ana.
-¿Y qué tal la ves? Ya ha vuelto de Inglaterra.
-Está guapa, ya la he visto y está guapa.

No sé si fui capaz de decir algo, lo cierto es que no tengo conciencia de haber abierto la boca salvo para saludar y despedir al que hasta no hacía mucho había sido compañero de fatigas, paseos en bicicleta y que yacía desganado y derrotado, como rendido, en una cama de sábanas blancas esterilizadas. Quedamos en volver al día siguiente, pero ya no lo hicimos. El día fue transcurriendo sin grandes acontecimientos y una de mis tías se ofreció a pasar la noche con él. A última hora de la tarde y como cambio de planes sobre la marcha, mi madre subió para verle después de cenar. Cuando volvió, sobre las 3 de la madrugada, no venía sola; traía a mi tía deshecha en lágrimas y la mala noticia. Yo estaba en la cama, pero al oír la llave en la cerradura me levanté, recorrí con cautela los 10 pasos del pasillo y me senté en la cocina, con la espalda pegada a la pared y las rodillas dobladas sobre la silla, abrazando mis piernas desnudas. Mi tía se agachó delante de mí, me acarició las piernas y sin mirarme a los ojos me dijo:

-Se fue sin sufrir, se fue quedando dormido, tranquilo…

Bajé la mirada y allí me quedé un rato, inmóvil. El olor a café recién hecho me sacó de mi letargo y sin cambiar de posición escuché las palabras de mi madre que trataba de ser objetiva desde su palestra médica. Luego mi padre llamó a su otra hermana, que se había quedado con la abuela. Supongo que recibir una llamada a aquellas horas intempestivas era ya suficiente como para comprender, y la conversación tampoco fue muy extensa.

-Merce… murió papá… hace un rato… díselo a mamá…

Me metí en la cama un rato después, aunque no podría dormir. Las manos ásperas de tanto trabajar la madera del abuelo ya no volverían a quitarme los “curritos”. De niña, después de comer, me sentaba en su regazo y mientras veíamos las noticias de las 3 me pellizcaba suavemente la espalda con el índice y el corazón para quitarme aquellos bichos que sólo él y yo veíamos.
No quise mirar su cuerpo desconocido tras el cristal del tanatorio; me acerqué a la abuela, rigurosamente enlutada, le di un beso y empezamos a llorar.

-Te estuvo esperando. A que volvieras...

Luego, al girarme para salir, por el rabillo del ojo distinguí una caja y un sudario claro, pero no su rostro. Prefiero recordarlo lleno de vida.

El tercer encuentro, fue hace unos meses. La noticia por teléfono y una caja cerrada ante el altar nuevo de la iglesia del pueblo. Ni siquiera subí al cementerio en una muestra más de la rebeldía hereje que me acompaña desde julio de 1997.


La ropa sin planchar espera que, uno de estos días, y con un saco de plástico negro para la basura, vuelva a evitar que los ratones devoren por momentos cuanto encuentren a su paso. La manta del tatarabuelo Juan correrá mejor suerte; arrancará, renqueante y oxidado, el batán de Fina para devolverle los colores y la alegría.
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