viernes, 17 de junio de 2016

Ciudad de Los ángeles

Era una pelirroja peligrosa, de las que te miran un segundo y eres capaz de poner a su nombre el coche, las cuentas del banco y hasta tu alma, mientras ella mastica tu corazón sin piedad. Servía copas de jueves a martes en un bar de carretera de esos en los que se compran historias de amor por horas, y las mujeres tienen tantos nombres como amantes sean capaces de despachar antes del amanecer. Sus ojos verdes y su figura rotunda completaban un cuerpo hecho para pecar, en el que todos los habituales deseaban perderse al menos un par de veces por semana.

Con la sonrisa perenne y un escote en el que asomarse era mirar a los ojos al mismo demonio, se contoneaba al son de la música caribeña mientras preparaba gin-tonics con tanta liviandad que parecía una hoja mecida por el viento de otoño, y con cada golpe de cadera provocaba erecciones instantáneas y dolorosas a los asiduos.

Cualquiera que no conociera su historia, habría intentado comprar unas horas de su tiempo para gastarlas entre las sábanas. Pero los fieles de aquella parroquia en la que el único dios verdadero era el vicio desmedido, sabían de sobra que ella no se vendía y que era mejor mantener las manos alejadas de aquellas caderas de fuego. Los hombres iban a aquel agujero a dos kilómetros del fin del mundo para correrse en silencio dentro de los pantalones después de mirarla el tiempo que duran una copa o tres canciones. Subida en unos tacones 15 centímetros más altos que las puertas del infierno, paseaba su rotundo culo detrás de la barra mientras dos docenas de ojos la seguían cubriendo cada centímetro de su cuerpo con una capa imaginaria de saliva, semen y ron.

 -¿Otra copa?- preguntó bajando intencionadamente las pestañas despacio y mordiéndose el labio inferior. Desde el otro lado de la barra se oyeron varios gruñidos. Se agachó con el culo en pompa para alcanzar la cubitera y varias pollas estallaron automática y sigilosamente impregnando la cara interna de los calzoncillos y el ambiente de la sala.

Ella no era puta. Las putas entregan su cuerpo a cambio de un par de billetes de 20, y ella se lo había entregado a un amor verdadero que resultó ser un fracaso, y que le había dejado dos costillas astilladas, la nariz rota y una hija que pronto cumpliría 14. Ella no era mercenaria del amor de quita y pon.

 A punto de cumplir 36, tenía varios desengaños y dos puñados de palizas a la espalda regalo de un adicto a la coca que la había preñado cuando solo tenía 22 años y le prometió una vida de flores y bombones. La última tanda de golpes había llegado justo antes de meterse la última raya que pasaría por los pulmones de aquel desgraciado, que la dejó viuda, sin dinero, sin casa y con un bebé en camino. No recordaba si lo había matado por las palizas o porque lo pilló en aquel viejo camastro follándose a dos putas ucranianas tan puestas de mierda como él. Delante del juez alegó defensa propia y dos semanas después dio a luz a una niña. Hacia 14 años que no la veía, y estaba decidida a buscarla en cuanto la chiquilla cumpliera la mayoría de edad. Ya ni siquiera recordaba cuántos días y noches había pasado en aquel agujero mugriento.

 La puerta se abrió y el bar acogió en sus entrañas a un hombre de unos cuarenta y pocos, de aspecto limpio y ojos color miel. Tras el saludo ella le lanzó una sonrisa tan arrebatadora que el viajero sintió que acababa de marcarlo de por vida, como marcan los viejos cowboys a las reses, a fuego y sin anestesia. Le sirvió un whisky con naranja y apoyó los codos en la barra frente a él. Supo en seguida que estaba de paso, que el gps había perdido la señal en aquella carretera, que no tenía batería en su móvil y que se llamaba Adán.

 -Cariño, hoy es tu día de suerte- le dijo atusándose el pelo. – Yo soy Eva.


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