viernes, 10 de junio de 2016

Delicias

Dicen que las mujeres tenemos el corazón dividido por tabiques de pladur en los que colgamos nuestros pecados organizados por orden alfabético. Dicen que en cada uno de esos huecos ponemos una cerradura que sólo se abre con la combinación secreta de nuestra alma y nuestros deseos. Y uno de esos huecos, el mayor de todos, es el que reservamos para las adicciones y la pasión pecaminosa. Un rincón ardiente que palpita y crece cuanto mayor sea el pecado a cometer…

Se soltó el pelo y con el mismo pasador se soltaron también las risas infinitas y las noches en vela. Él era la tentación con nombre y apellidos, y unos ojos verdes en los que era imposible hacer pie, y ella tenía toda la intención de no guardar las apariencias.  La mitad de ella que tenía las piernas más largas que recordaba haber visto jamás recorrió los pasos hasta la cama en la que se cometería el mayor de los pecados subida en unos tacones de vértigo, mientras a su paso iban cayendo al suelo de la habitación la blusa, la falda y toda la vergüenza que cabe en una copa de ginebra o cuatro de merlot.

La mitad de él que tenía la espalda tatuada se acomodó sobre el colchón y observó cómo aquella hembra de cuerpo rotundo y formas voluptuosas se acercaba a él mientras sus huellas dactilares se borraron al imaginar el contacto de su piel. El águila que dormía entre sus omóplatos abrió los ojos y clavó las garras en la almohada.
De pie en ropa interior ante él, parecía tan indefensa como una pantera a punto a abalanzarse sobre una presa moribunda. Él alargó la mano hasta encontrar el color de su ombligo y ella se mordió la lengua intentando disimular las ganas. Entre sus muslos se adivinaba un océano embravecido, y las bragas de encaje cayeron al suelo arrastrando en su caída todos los poemas de amor y los días de lluvia.

La mitad de él que palpita declinó el verbo pecar en acusativo, mientras la mitad de ella en la que las tormentas empiezan de madrugada se inclinó sobre la cama y sus pechos se balancearon como cerezas maduras bajo el sol de junio.
Asomado al borde de su sonrisa, escribió en cursiva sobre la silueta de sus pezones el argumento de una noche sin fin, y ella rió con acordes afinados al son de las aspas del ventilador. Se sumergió bajo una mata de pelo negro como la noche y ondulado como un mar en calma que olía a vainilla y a silencios.

Sus cuatro mitades se derritieron como cera caliente en el fragor de una batalla bajo las sábanas de algodón barato, en un hotel en el que el chirriar de los muelles se convirtió en mil y una bombas que les explotaron entre los dedos. Cuando las uñas de sus pies pintadas de rojo señalaron hacia el techo, mientras él se emborrachaba del sabor salado de sus embestidas, supieron ahogar la voz que les gritaba atravesada en la garganta que aquella sería la primera de muchas culpas que purgar. Cruzaron a la otra orilla de sus cuerpos y se dejaron llevar por el calor de su pequeña muerte. Sus ojos se encontraron a las afueras de la mala conciencia, y en el exterior de aquellas cuatro paredes cubiertas de papel pintado, la noche se deshizo en estrellas.

Cuando abrieron los ojos, él había recuperado sus huellas dactilares y ella cruzó las piernas sin pudor sobre el árbol de la vida y la muerte en forma de triángulo invertido que escondía un palmo más abajo de la marca de los dientes que él le había dejado un rato antes queriendo conservar durante unas horas o toda la eternidad el aroma dulzón del que se sabe pecador.
-         - ¿Vas a decirme ahora tu nombre?- le preguntó mientras el águila de su espalda soltaba la almohada y le clavaba las uñas en el ventrículo derecho.
-          - Sólo si me escribes una canción…- coqueteó ella. Se subió las bragas y la habitación se volvió oscura de repente.
Él sintió que moría un poco cuando ella se puso la blusa y se recogió el pelo en un moño alto que le devolvió la apariencia de mujer devota que tenía 2 horas antes en la barra del bar en el que sus ojos se encontraron por primera vez.
Ella saboreó otra vez la hiel de su boca y mientras se retocaba el carmín vio en el espejo el reflejo de una partida de ajedrez en la que su perversión marcaba jaque mate sobre el tablero de su conciencia, y el desenfreno ganó otra partida. Sin bajarse de sus tacones, se subió la falda y todo cuanto él podía ofrecerle desapareció en la sonrisa vertical que ella le regaló a horcajadas al borde de la cama. Él clavó las uñas en las caderas de aquella diosa de mármol blanco que se le ofrecía entera y vació su ansia en las costuras con que ella había remendado su existencia. Lamió con hambre el camino que se abría entre sus pechos y se dejó caer en la cama y en la negra inmensidad de los ojos de ella.

Ella recompuso deprisa su ropa y su deseo mientras volvía a mantener el equilibrio sobre una moqueta raída, testigo de encuentros furtivos y palabras de falso amor. Se bajó la falda y le lanzó las bragas a la cara. El látigo agrio de su ausencia chascó sobre su espalda y despertó al águila que dormía ajena. Él cogió las bragas y se las llevó a la nariz, y de pronto el mundo se paró a su alrededor. Aspiró profundamente el elixir de la traición consentida y se juró a si mismo que en adelante el sería el único que escribiera en braille entre los muslos generosos de ella.
-          - Estaré aquí el próximo jueves a la misma hora.- le escupió desde la cama aún con la respiración entrecortada y su piel bajo las uñas. El águila se sacudió y extendió las alas sobre el colchón empapado en sudor y lascivia.
Ella guiñó un ojo desde la puerta y el aire se hizo más denso por un instante. Se dio la vuelta y cerró de la puerta y la posibilidad de un nuevo asalto al tren del deseo le nubló la vista. Se colocó la blusa y aplacó las cenizas de un fuego abrasador que le mordía la entrepierna, y se fue meneando las caderas, llevándose con ella las ganas, la pena, su nombre y las llaves del coche.

Él pensó que no volvería a verla mientras se vestía frente a la ventana y la veía irse deprisa como si fuera a misa de 7. Ella supo mientras se santiguaba que acababa de recibir las llaves de las puertas del infierno. Arrancó el coche de alquiler y se fue sin mirar atrás, pisando a fondo el acelerador y saboreando aún el regusto agridulce de lo prohibido latiéndole en los labios… y en la boca.


Dicen que las mujeres reservamos un lugar especial en nuestro corazón para los pecados que aún no hemos cometido. Y cuando los cometemos, reservamos un lugar especial en la agenda, en el cajón de la ropa interior y en la ducha.


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