
Qué fácil es a veces poner punto final. Situaciones, amistades, proyectos, lugares... de un plumazo se pone punto final y empezamos a escribir la historia de nuestras vidas en un renglón aparte, en una hoja aparte, en un cuaderno nuevo que aún huele a papelería y cuyas hojas virginales ofrecen sus cuadrículas inmaculadas.
Ponemos punto final a lo que no nos gusta, no nos beneficia, no nos aporta nada...
Otras veces el punto final se convierte en punto y aparte. En un adiós pero hasta la vista. En nos vemos, en volveré pronto.

Y nuevamente dos puntos: coherencia y cohesión textuales en el párrafo, León rima con Soria en temperatura invernal y uno y otro son referente y antecedente, origen y destino intercambiable en el mismo tomo alfabético de la enciclopedia Larousse. Lo que empieza por L acaba por A y viceversa. Sin embargo esta nueva composición ya no tiene los componentes básicos de la trama; hay planteamiento, y desenlace, pero falta nudo o desarrollo. Puntos y comas, paréntesis y diéresis en agudas, llanas y esdrújulas pero el personaje principal se pierde en frases inconclusas sin circunstancial de compañía.
Dejé un párrafo inconcluso; con emoción y con final abierto. Y ahora el gran dilema: ¿sigo con la coma y la yuxtaposición o pongo un punto final tras la A de Soria?
En ocasiones así, en las que me pierdo en análisis sintácticos y comentarios de texto sin diccionarios, echo de menos la simplicidad de mi formación en ceros y unos.
(¿Algún informático me enseña a traducir?)
