martes, 8 de noviembre de 2005

¡Qué pequeña eres, brizna de hierba! Si, pero tengo toda la tierra a mis pies


R. Tagore nos legó esta y otras muchas frases, preciosas por fuera y por dentro. En ocasiones pasamos por encima de tanta sabiduría y ni nos damos cuenta. Desde que apareció Internet hemos dejado de leer, de escribir cartas, de abrir enciclopedias, de comprar periódicos... Con lo bonito que resulta sentarse frente a un folio en blanco y dejar que la mente se pierda buscando las palabras exactas para llegar al corazón del destinatario de nuestra epístola, nos hemos conformado con abrir el correo electrónico y crear mensajes cuasi telegráficos, plagados de abreviaturas, signos y emoticonos (de los que nadie sabía nada hasta hace unos años y que ahora se han vuelto imprescindibles).
Sin embargo, ahora nos cuesta menos estar en contacto con la gente que antes. Siempre es más cómodo enviar tres líneas en un e-mail que preparar una hoja, buscar la pluma, escribir algo medianamente coherente y extenso, cerrar el sobre, pegar un sello y acercarnos al buzón de Correos. ¿Es que nadie echa de menos abrir el buzón y encontrar una carta a su nombre, con remite de alguien querido y leer con voracidad las letras que contiene? A mí me hacía ilusión recibir carta, y tal vez sea por eso que no he perdido la costumbre de enviar alguna que otra, breves pero intensas, a aquellas personas a las que tengo un cariño especial, las que me hicieron sonreir y por que no, llorar también, alguna vez. Nunca falta una postal navideña o una felicitación de cumpleaños, a pesar de que últimamente también he sucumbido al mundo de los sms.

Aún así, me sigue gustando leer; no la tira cómica del periódico, sino literatura de la de verdad, de la que viene en los libros. No tengo preferencias, leo practicamente todo lo que cae en mis manos, desde relato corto a novela histórica. No sé cuando empezó mi pasión por la lectura, ni quién me la inculcó; sólo se que desde bien pequeñita, cada noche hacía que se me leyera un cuento, y creo recordar que mis favoritos eran los cuentos de la selva. No recuerdo el autor, ni su nacionalidad, sólo los cuentos que explicaban por qué los flamencos tienen las patas rosas, o por qué las tortugas tienen caparazón. Lo que sí sé es que me gustaba leer, o al menos que me leyeran antes de dormir, costumbre que aún hoy no he perdido.
No llevo la cuenta de todos los libros que pasan por mis manos, ni siquiera de todos los que he prestado y nunca he recuperado, pero si sé que mi madre está harta de que llene las estanterías con libros. Mi última adquisición: 1984, de George Orwell; le tenía ganas, mucho tiempo oyendo hablar de él y por fín lo encontré, hará dos semanas en una feria del libro, el precio ridículo (2 euros), y aunque aún no me he adentrado en sus páginas (no por pereza, sino porque tengo una colección entre manos que me tiene enganchada, Los Reyes Malditos, de Maurice Druon) ya lo oigo gritar desde la estantería.

De vez en cuando, uno de esos libros, deja un sabor de boca amargo, quizás esperaba más de él, quizás no era tan bueno como decían, quizás simplemente no era mi estilo; pero otras veces, muy de vez en cuando, aparece un libro de esos que te hace pasar horas enganchado, sin poder parar de pasar páginas mientras las agujas del reloj corren y para uno el tiempo se detiene. Es entonces cuando, al mismo tiempo, deseamos acabar el libro y deseamos que no se acabe nunca. Si alguien espera que ahora facilite una lista de libros que merece la pena, siento decepcionarle, pero para gustos...
No obstante, me voy a permitir hacer una recomendación para aquellos que, aún sin saberlo, disfruten con la lectura que arranca pensamientos y reflexiones al lector: El Libro de los Abrazos, de Eduardo Galeano. Una vez lo tuve, pero cometí el error de prestarselo a alguien; ahora he perdido el libro y me temo que el amigo también, pues hace casi un año que no sé nada de él. De todos los relatos del libro, mi favorito es uno titulado "Las huellas digitales", por lo que dice, por cómo lo dice y por los recuerdos que me trae de aquellos tiempos en los que formaba parte de una compañía de teatro y recibíamos premios. Es que siempre he sido un poco payasa, no lo puedo evitar.

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