domingo, 11 de diciembre de 2005

Las lágrimas para llorar cuando valga la pena


Lo ideal sería que ahora yo me pusiera a escribir y las palabras me salieran solas, para crear una entrada bonita, original y directa. Lo ideal sería ser capaz de escribir algo sin necesidad de buscar la inspiración en todas partes. Lo ideal sería tener una musa a mi disposición 24 horas al día para aprovecharse de ella y dejar que iluminara mi mente. Eso sería lo ideal, pero hay tan pocas cosas ideales...

Así que ante la falta de ayuda divina, y ya que mi cabeza se niega a pensar mucho esta tarde, creo que me dedicaré a alegrar la vista a unos pocos y a dejar a otros pocos con las ganas. En alguna otra ocasión ya he hablado de Eduardo Galeano y su Libro de los abrazos (1989), y hoy quería incluir aquí algún cuento de este libro.

Celebración de la voz humana

Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen, hasta que cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca.
Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre.

Celebración de las bodas de la razón y el corazón

¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos?. Desde que entramos en la escuela o en la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón. Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir al lenguaje que dice la verdad.

Celebración de la amistad

En los suburbios de La Habana, llaman al amigo mi tierra o mi sangre. En Caracas, el amigo es mi pana o mi llave: pana, por panadería, la fuente del buen pan para las hambres del alma; y llave por...
-Llave, por llave -me dice Mario Benedetti.
Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.


La función del arte

Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
—¡Ayúdame a mirar!

La noche

1. No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera de diría que se vaya, pero tengo una mujer atravesada en la garganta.

2. Arránqueme, señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desnúdeme.

3. Yo me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo.

4. Me desprendo del abrazo, salgo a la calle. En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.
La luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.



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